29 oct 2014

Más reciclaje

Uno de los mensajes educativos que mayor consenso concita entre los prebostes de toda catadura, es aquél en el que se alecciona al contribuyente sobre los colores de los contenedores y la calidad de su contenido. Constituye esta enseñanza el martillo pilón del ciudadano a quien se considera un daltónico intelectual que es preciso redimir.

Cuando la palabra reciclar no estaba tan integrada en la verborrea vacua de los prohombres y los horribles contenedores no invadían las aceras para afear y llenar de porquería las calles, los paisanos honrados ejecutaban las acciones que hoy son el reciclar con toda normalidad. ¿Qué ha cambiado, pues, desde entonces para que merezcamos la insoportable murga del recicle usted?
Clasificación de materiales en una planta de reciclaje

Posiblemente la respuesta sea, el incentivo. Los papeles, el vidrio o el metal otrora, se vendían y se recibía una compensación que, si bien era pequeña, constituía un estímulo.

Si el trapero o el chatarrero pagaban es porque después obtenían un beneficio mayor. Así que todo lo que se tira, tiene un valor y alguien puede hacer dinero con ello. Esto debe ser así porque de lo contrario los ayuntamientos no prohibirían y penalizarían con multa el rebuscar en la basura (que es de su propiedad).

Detrás de los contenedores de colores, están las empresas recicladoras que no hacen la colecta de desechos por amor al planeta sino porque en ese nicho tienen su negocio. Reciclar es negociete; si no lo fuera, a buenas horas se fundarían todas esas empresas súper transparentes y de buenísismas prácticas financieras que reparten limpios dividendos entre sus concienciados accionistas.

La peña empresarial hace su negocio, tiene su incentivo. Pero, qué incentivo tiene el ciudadano. ¿El orgullo ecológico de hacer las cosas bien mientras paga educadamente sus tasas por el mismo concepto?

Que nos quiten el marbete de peones a coste cero y nos devuelvan la dignidad del incentivo. En Alemania ya lo hacen.