25 jun 2012

1 jun 2012

El síndrome de la verbena


El azul tinta que oscurece en el ocaso había dado paso a la franca y pulcra noche de agosto.

Caminaban la mayoría de los vecinos, con la resuelta viveza de quien escapa de todo por un ratito. También se había sumado al río de los llamados al festejo, José Joaquín Trimuesque que, no obstante, se paró en la heladería La Bienplantá para comprarse un cornete descomunal de vainilla; le arreó el primer lametón, dobló la esquina y enfiló la calle de los Tundidores donde ya se oía claramente la animada melodía La niña de Puerto Rico. El paso se le hizo un pelín más mohíno quizá porque prestaba mucha atención al goteo del helado que ya empezaba a derretirse. Se paró un momento para distribuir lengüetazos preventivos por todo el perímetro de aquel cono de barquillo rebosante. No era eso solo, ahora se habían arrancado con Suspiros de España.

Estaba jodido. Lo que José Joaquín Trimuesque llamaba el síndrome de la verbena, manifestaba sus primeros síntomas. Se terminó el helado lo más aprisa que pudo y salió impelido hacia una mesa de las pocas libres de una terraza. Necesitaba sentarse porque ya estaban dándole a la bellísima Veinte años.

Pidió agua mineral y café y cuando se lo sirvieron sonaba el famoso y recio pasodoble No te vayas de Navarra. Se había hundido totalmente; no tenía que haber venido.

Bastaba con que le prestase unos segundos de atención a cualquiera de las canciones que su psiquiatra llamaba “de la línea del tiempo”, para sumirse en la más absoluta melancolía, caer en el peor de los desamparos y morirse de añoranza por lo que tuvo y se fue, por lo que intuía y perdió o simplemente por lo que se imaginaba y no era.

Se bebió el agua pero no el café, porque frío ya no le gustaba. Tenía que marcharse rápido pero no pudo levantarse hasta que la vocalista anunció unos minutitos de descanso.

Tomó un camino diferente para volver a su casa, se metió al cuerpo las gotas y  se fue a la cama que es donde debía de haber estado todo el rato.