Una de las acciones de efecto diferido más hermosas que existen es dar recuerdos.
Cuando escribíamos una carta, en aquellos tiempos pretéritos, podíamos contar los días para que, tras la eclosión del sobre, las palabras sembrasen cosechas en el destinatario pero cuando damos recuerdos, la cosa es tan azarosa, tan etérea y suspensa de alfileres, que no hay certeza posible ni plazo ni acuse de recibo, solo la ilusión fugaz y la íntima esperanza. En esto, seguramente, consiste la belleza de esta acción tan simple, tan cotidiana y baratita.