Uno de los
mensajes educativos que mayor consenso concita entre los prebostes de toda
catadura, es aquél en el que se alecciona al contribuyente sobre los colores de
los contenedores y la calidad de su contenido. Constituye esta enseñanza el martillo
pilón del ciudadano a quien se considera un daltónico intelectual que es
preciso redimir.
Cuando la palabra
reciclar no estaba tan integrada en la verborrea vacua de los prohombres y los
horribles contenedores no invadían las aceras para afear y llenar de porquería
las calles, los paisanos honrados ejecutaban las acciones que hoy son el
reciclar con toda normalidad. ¿Qué ha cambiado, pues, desde entonces para que
merezcamos la insoportable murga del recicle
usted?
Clasificación de materiales en una planta de reciclaje |
Posiblemente la
respuesta sea, el incentivo. Los papeles, el vidrio o el metal otrora, se vendían y se
recibía una compensación que, si bien era pequeña, constituía un estímulo.
Si el trapero o
el chatarrero pagaban es porque después obtenían un beneficio mayor. Así que
todo lo que se tira, tiene un valor y alguien puede hacer dinero con ello. Esto
debe ser así porque de lo contrario los ayuntamientos no prohibirían y
penalizarían con multa el rebuscar en la basura (que es de su propiedad).
Detrás de los
contenedores de colores, están las empresas recicladoras que no hacen la
colecta de desechos por amor al planeta sino porque en ese nicho tienen su
negocio. Reciclar es negociete; si no lo fuera, a buenas horas se
fundarían todas esas empresas súper transparentes y de buenísismas prácticas
financieras que reparten limpios dividendos entre sus concienciados accionistas.
La peña
empresarial hace su negocio, tiene su incentivo. Pero, qué incentivo tiene el
ciudadano. ¿El orgullo ecológico de hacer las cosas bien mientras paga
educadamente sus tasas por el mismo concepto?