Dar la mano, para saludar o para despedirse, implica casi
siempre un riesgo porque muchas personas la dan de modo cicatero, sin ofrecerla
sino más bien hurtándola, abreviando el contacto, rehuyéndolo. También existe
la posibilidad de que la mano esté fría o sudorosa, así que dar la mano es un
trance del que muchas veces se sale con bien y otras, por desgracia,
decepcionado.
Trascender lo razonable, remarcarlo o darle carta de valor muchas veces requiere del notario de la vida, de la mano del padre que, como el agujero de gusano que tan del gusto de Proust hubiera sido, nos lleva al mar de los perpetuos consuelos donde no valen las excusas ni las contriciones porque todo, desde hace rato, está ya perdonado.