
Lo que se descubrió allí era la intemporal Navidad. Las ventanas estaban enmarcadas en espumillones, un Belén empolvado lucía intermitencias, ora en el portal, ora en el castillo de Herodes; el árbol que se había inclinado un poquito, también lanzaba destellos y de un aparato musical brotaba un villancico en inglés.
Hacía bastante calor no solo porque era mayo, sino por la iluminación navideña que caldeaba el cerrado ambiente.
Lo peor fue el olor a putrefacción que venía desde la habitación donde encontraron a don Perpétuo Adviento, fiambre desde hacía quince días y aferrado –como muchos- a lo que siempre le había hecho feliz porque ya no le quedaba nada.
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