Les tenía gusto a la tinta y a los plumines; el tacto de los libros nunca le resultó áspero y los mapas que mostraban lo que de grandeza aún le quedaba a España, le parecían una almenara radiante. Pero la ensoñación académica le duró poco; en Jaca hace mucho frío y su padre necesitaba sus brazos para atender el negocio de carbonería. Hacer los carbones en el monte les ocupaba meses enteros pero venderlos y repartirlos tampoco era poca cosa.
Con dolor de corazón dejó a los escolapios y el padre Bello, que le tenía querencia, le regaló un ejemplar de “El castillo de Otranto”, para que nunca olvidase que en un tiempo pudo.
El libro permaneció en la alacena de su casa durante años porque la mucha labor no le dejaba un momento de respiro y cuando lo encontraba caía rendido.
Pasaron los años y la patria lo expidió en 1874 a Cuba para defenderla de la inapelable independencia. Fue a parar a Vistahermosa, en la provincia de Camagüey, y allí contrajo el paludismo, cosa que le alejó del combate pero le privó del ánimo suficiente para empezar a leer el libro que había llevado consigo.
Según evolucionaba la guerra, cambió de enfermería hasta que en la primavera siguiente lo declararon “inutilizado en campaña” y fue repatriado.
Durante el viaje de vuelta, se encontraba tan mal y tan en constante mareo que, salvo abrazar el libro, no pudo hacer nada más.
Su retorno a Jaca fue dramático porque en cuestión de dos meses, encima de enfermo, quedó huérfano y su hermana Paca, que era sordomuda y muy lista, se hizo cargo de la carbonería durante el tiempo necesario para su recuperación. En todos los años posteriores -siempre lo recordaba- no había podido ponerse una camisa blanca.
El negocio, por suerte, funcionó bien y pudo Aniceto quitarse de ir al monte a las carboneras, pero cambió ese esfuerzo por el desvelo de pensar en la administración de su casa y en el petróleo, porque consiguió una concesión para distribuir tal combustible y eso daba a criar mucho papeleo.
Así transcurrió su vida, ganando dinerete pero sin parar un minuto ni para casarse.
El 17 de octubre de 1934, antes de dejar Jaca y el mundo para siempre, Aniceto Sayanés hizo recuento del poco tiempo que había tenido en su vida para él y para lo que verdaderamente le hubiera gustado hacer, pidió el ejemplar de "El castillo de Otranto", lo abrazó y pronunció una frase que desconcertó a los presentes: “Me marcho sin leerlo y sin hacer nada grande; al revés que Santiaguín”.
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