Para cualquier joven que accedía, en aquellos tiempos en blanco y negro, a los modernos medios de comunicación de masas (la radio, el NO-DO y la televisión), determinados detalles resultaban ser un signo de cosmopolitismo y modernidad arrebatada. El uso displicente del teléfono, la ingesta tranquila del “cubalibre” o el empleo de referencias de autoridad tales como la expresión “según informa el barco K”, constituían timbres de mundología.
Que el barco se llamase K y no Virgen de Candelaria ya era una gran cosa porque K invita al misterio, mientras que Virgen de Candelaria no hace más que virar hacia lo gris.
Si el barco K estaba tripulado, anclado, precedido del J o seguido del L… eso no tenía la menor importancia, la cosa era el nombre: ¡barco K! Si se dominaba el término, se estaba también a un paso de comprender la llegada del hombre a la Luna de una manera asequible o de no descartar la posibilidad de que los ovnis nos visitaran en noches ignotas.
El barco K era un portillo abierto a la imaginación, al exterior de las fronteras timoratas y a la libertad, que no todo el mundo era capaz de apreciar porque la clave para ello la daban los oscuros “hombres del tiempo” que, desde luego, no eran sospechosos de nada.
Con la irrupción del satélite en nuestras vidas, el barco K se retiró a las vitrinas de las esperanzas y los sueños de juventud y allí debe seguir criando polvo.
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