Las etiquetas deben satisfacer las expectativas; es decir, han de cumplir la función de ser bandera o expresión del producto que anuncian.
Cuando alguien ve desde lejos una etiqueta como éstas, sabe que está viendo aceite y puede acercarse y comprarlo.
Aunque la etiqueta está sujeta a la innovación del diseño, es preciso no traspasar la linde porque entonces ya no se sabe qué producto se está ofreciendo.
Con el vino estamos asistiendo a un desborde tan absoluto de los límites que merecería una tesis pero la modestia natural nos obliga a centrarnos solamente en dos ejemplos y un apéndice.

El segundo ejemplo es un poquete más rebuscado porque el equívoco lo provoca el hecho de que la etiqueta del vino parece una marca de ropa y nos lleva a pensar que quizá en el interior de la botella haya unos calzoncillos. Se trata de un vino Tomás Postigo.
De la enorme petulancia y el superlativo ego que suponen hacer un vino y ponerle tu propio nombre, hablaremos en otra ocasión.
Y así llegamos al apéndice que viene a decir: Hagas como hagas la etiqueta, que no se te ocurra firmarla si tienes una caligrafía deleznable. Y es el caso de Vicente Gandía