Siempre hay algo que podemos tener en contra de los farmacéuticos; alguna animadversión, sin duda justificada, parecida a la que podemos sentir por los estanqueros, los loteros, los notarios o los registradores de la propiedad; todos, por lo común, personas aborrecibles.
Pero hay un motivo que la legislación vigente debería tener en cuenta y es doble: por un lado, estético y por otro, sanitario.
Se trata de la señalización que domina en las boticas españolas y que básicamente consiste en cruces griegas de diferentes colores, aunque siempre hirientes no solo a la vista sino también al intelecto, que parpadean sin cuento mientras nos dicen la hora, la temperatura y hasta el currículum del licenciado. Están estratégicamente colocadas para molestar a dos calles y son tan psicodélicas, que los moradores del piso superior a la botica, que las tienen prácticamente dentro de casa, sufren frecuentes accesos de ira y convulsiones.
Este es el motivo para odiar a los farmacéuticos puesto que, dentro del colectivo de
homo sacer al que nos hemos referido al principio, son los únicos que deliberadamente agreden a sus conciudadanos seguramente con la idea de ser ellos también los que proporcionen el remedio al mal que causan.