30 mar 2016

Apellidos

Como cada verano, su familia se trasladó a Carcabrute donde habría de permanecer hasta la primera semana de septiembre.

De un año para otro el programa de actividades variaba muy poquito y tuvo la idea de hacer un recopilatorio de todos los apellidos de Carcabrute. La cosa no pintaba muy difícil porque, con solo 123 habitantes, terminaría pronto. Su padre habló con el alcalde y éste facilitó el acceso del chaval al padrón de habitantes y con unos cuadernetes de los que van con grapas tuvo organizados todos los apellidos de Carcabrute en tres días y le supo a poco.

Su padre habló con el señor cura y también pudo acceder a los libros parroquiales en los que se asentaban bautizos y defunciones y la colección creció.

Carcabrute era un remanso tan grande que solo la llegada de la prensa atrasada, por medio del señor León, el hombre de la furgoneta, animaba el curso de los ciclos solares. El chaval leía la prensa mientras su padre, que se dedicaba a finalizar piezas musicales a las que ponía los dos o tres últimos compases, ultimaba trabajos. Reparó en los apellidos que salpicaban los tabloides y el señor León tuvo que traer más cuadernos porque se quedó corto con la ampliación.

El inicio del curso escolar supuso un giro formidable y ambicioso para su colección de apellidos. Incluyó los de sus compañeros de clase, de curso... Habló con don Nicomedes, el director del colegio, y éste ponderó la colección como una gran obra recopilatoria de los apellidos de las Españas cosa que impulsó el crecimiento de la colección de una manera tremenda.
Pasaban los años, terminó sus estudios de filología francesa y los libros de apellidos ordenados alfabéticamente no paraban de crecer. Escribía cartas a diferentes consistorios municipales y todos cedían al escrutinio patronímico lo que se traducía en aumento de los libros. Esta fiebre del apellido le costó el noviazgo y eso que la boda estaba en puertas. No veía nunca el fin y llegó a pensar que se enfrentaba a un problema de imposible solución por lo que acudió al consejo siempre ponderado del padre Bello quien comparó su obra con la de la gran María Moliner y si doña María había terminado su diccionario, él también terminaría su repertorio.

Cuando, ya perdido el oremus, ingresó en el frenopático Virgen del Perpetuo Socorro, en su casa ya no se podía transitar sino por un estrecho pasadizo que unía su habitación con el retrete.

Después de vocearse en el Boletín Oficial de la Provincia durante lo menos tres meses, el ayuntamiento llenó tres camiones de libros que fueron a parar al vertedero municipal durante la mañana del quince de marzo del año aquel.

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