Mantenerse a flote en las turbias aguas de las crueles dictaduras timoratas era muy difícil, por eso los avistadores de ovnis, los fervorosos del misterio y toda la nómina de benditos orates ajenos a lo real eran los que mejor las sobrevivían y son, hoy también, los que mejor sobreviven al akelarre de los granujas que predican los más laudables principios hasta que llega la hora, ante el hipnótico fuego de los deseos, de ser actor de reparto; lo que supone ser mirado y aplaudido al mismo tiempo que se trinca en caliente la parte de la codicia. Llegado este trance, la vanidad del granuja arrumba todos sus afinados trinos, muestra la punta de su vasta ruindad y causa al público una enorme repulsa. El avistador de ovnis, por su parte, medita intrincados misterios, trenza explicaciones extravagantes y nunca ceja en un empeño quimérico y febril que mueve a la ternura.
El avistador de ovnis vive su descabellado proyecto porque le permite ser feliz al mismo tiempo que su pasar es discreto, siempre pulcro y ajustado a una aceptable rutina. Desvía así el avistador de ovnis las sospechas que pudieran colgarle un marbete indeseable; es astuto pues, pero la cualidad principal del avistador de ovnis es su comprensión agudísima del alma humana, cosa que le permite calar al granuja muy pronto y dedicar con calma todos los recursos de su caletre a determinar si aquella luz dudosa y resplandeciente procedía de Circinus o de Andrómeda.
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