Con la majestad que le es propia a los tronos colmados de luces en los que desfilan en procesión, cualquier jueves santo, las reinas de los cielos, el carrito de plástico con una enorme bolsa amarilla en la que la leyenda en rojo Clear hacía de mascarón de proa, se fue acercando pausadamente al campo de visión del público que esperaba paciente. Se vieron distintos pulverizadores conteniendo diversos líquidos verdes o azules; con pompa llegaron los frascos de lejía, plumeros o bayetas que protegían la amura y detrás, como si de la santabárbara se tratase, orgulloso se alzaba el palo de la fregona y más abajo el cubo con su ingenioso escurridor. Conducía esta máquina insigne, muy pagada de sí misma, Plácida Expedito que no miró sino al frente en todo momento.
Cuando divisó el portento que era el carrito de la limpieza, a Juliana Moreno se le iluminó la mirada. Sentada en un banco junto a dos personas más, esperaba a ser atendida por la asistente social cuando le llegase el turno y fue presa de un arrobo beatífico. Ahí va esa mujer envanecida de su henchido carro de la limpieza, con su uniforme impecable y mono. Y con su sueldo a fin de mes y sus pagas extraordinarias...
Quien estuvo atento, allí pudo ver el rictus admirado más acabado que se haya podido captar nunca.
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