CAPÍTULO I
Yo lo único que sentí es como si corrieran a lo loco por el piso de arriba y muchas voces...Un vocerío que no le quiero a usté contar. Luego ya más nada porque me fui, con perdón de usté, a cagar y el retrete coge un poco lejos del lugar de autos.
Muchas voces y como hostias a punta pala. Pero en confianza le digo que estas cosas, en esta vecindad, no son muy raras así que no le di importancia. No le di importancia hasta que oí un ruido muy fuerte, como cuando cae un saco de patatas al suelo y digo “tate”. Y en efecto, luego después me enteré de todo porque salí al descansillo y ya venían los de la policía.
Yo estaba dándole un tazón de sopas a mi suegra, que está privá y este mes me toca a mí, y dice mi suegra “Consuelo, ¿qué es todo ese alboroto?”. Digo “madre”, porque yo a mi suegra la llamo madre, fíjese usté si la querré yo a mi suegra; digo “madre, no haga usté caso”. Pero con disimulo me salgo a la escalera y aún tuve tiempo de ver cómo subía el pobre desgraciao hecho una fiera.
A la mujer claro que la conozco. Es muy...muy...
¡Muy puta!
Muchas voces y como hostias a punta pala. Pero en confianza le digo que estas cosas, en esta vecindad, no son muy raras así que no le di importancia. No le di importancia hasta que oí un ruido muy fuerte, como cuando cae un saco de patatas al suelo y digo “tate”. Y en efecto, luego después me enteré de todo porque salí al descansillo y ya venían los de la policía.
Yo estaba dándole un tazón de sopas a mi suegra, que está privá y este mes me toca a mí, y dice mi suegra “Consuelo, ¿qué es todo ese alboroto?”. Digo “madre”, porque yo a mi suegra la llamo madre, fíjese usté si la querré yo a mi suegra; digo “madre, no haga usté caso”. Pero con disimulo me salgo a la escalera y aún tuve tiempo de ver cómo subía el pobre desgraciao hecho una fiera.
A la mujer claro que la conozco. Es muy...muy...
¡Muy puta!
Eso mismo que dice aquí lo que pasa es que yo no me atrevía a decirlo. Ahora que lo que es beber ¡madre mía lo que bebe!. Pero por la vena nada eh; no como otras. Pues nada que me dejo la sartén en el fuego, que me se ha quemao to y cuando venga mi Paco se va a tener que comer un bocadillo de mortadela, salgo y veo que la sacan hecha un eceomo en camilla. Muerta parecía que estaba.
Yo llegué un poco tarde pero, claro, veo al otro esposao y digo “ná, que ha sido ése”.
Yo llegué un poco tarde pero, claro, veo al otro esposao y digo “ná, que ha sido ése”.
Que al que se sabe le podían pegar una puñalá estaba cantado y es más que probable que él mismo tuviera el íntimo convencimiento de que así sería pero nadie, por más que tenga números de la rifa en cantidad suficiente, quiere admitir que lo que tiene que venir, vendrá deprisa.
El que se sabe y la Crisanta hacía ya más de seis meses que habían pasado el quicio de la mancebía y vivían en un piso que el ayuntamiento tenía declarado en ruinas desde que Finisterre es cabo; cosa que no era obstáculo ni para que el cartero siguiera dejando los avisos de recepción de paquetes procedentes de la Casa Honor de Barcelona, ni para que la policía municipal o los agentes judiciales entraran en el inmueble como quien entra a misa, para llevar los más variados requerimientos y citaciones.
El que se sabe y la Crisanta hacía ya más de seis meses que habían pasado el quicio de la mancebía y vivían en un piso que el ayuntamiento tenía declarado en ruinas desde que Finisterre es cabo; cosa que no era obstáculo ni para que el cartero siguiera dejando los avisos de recepción de paquetes procedentes de la Casa Honor de Barcelona, ni para que la policía municipal o los agentes judiciales entraran en el inmueble como quien entra a misa, para llevar los más variados requerimientos y citaciones.
El día que pasaron los de la secreta a detener al que se sabe estuvieron en un tris de hacer la vista gorda. Entraron en el portal, tras propinar una ligera patada a la puerta principal y un par de hostias a un indigente que les impedía el paso porque había montado el hombre su bungaló de cartones de nevera con tufo a orines en el mismísimo poyete de la entrada. Pero cuando con más intensidad decidieron hacerse los longuis fue cuando el policía de más antigüedad en el cuerpo, pisó una mierda que, según manifestación de su compañero, no era precisamente de perro. Salieron cagándose en dios por la misma puerta por la que entraron y como los cartones del vagabundo seguían allí, el damnificado decidió limpiarse la enorme impronta de la deyección -casi seguro que del anormal del mendigo- justo sobre la leyenda Balay.
Al grito de “¿qué coño de guarrada es ésa?”, una pareja de guardias uniformados se dirigió a la otra que se entregaba a la limpieza zapatera. La intromisión indeseable de los de uniforme encorajinó tanto al de la mierda que, tras terminar la limpieza con su propio pañuelo, obligó a los otros curiosillos a que constituyeran el refuerzo de una importante detención que se iba a verificar en unos instantes. Así comisionados, los de uniforme abrieron la marcha hacia el tercer piso; en el primer descansillo y justo tras ellos sonó la potente y seca detonación de un eructo que procedía del primero derecha, eso supuso una gran conmoción para la fuerza que se dirigía a verificar la importante detención: sacaron las pistolas reglamentarias y las amartillaron con más suerte que precisión pues tal maniobra la hicieron con las manos temblorosas. En el segundo descansillo la hermana, viuda, de un trilero les saludó seca pero cortésmente, apartó un cubo que contenía agua para fregar que otrora fuera limpia y les cedió el paso. “¿Ande van los madalenos?”. “An ca el que se sabe”. Y con este diálogo, parco pero acertado, la Justa y la Rufina retrataron a la perfección las intenciones de la comitiva a la que ya oían aporrear la puerta del tercero izquierda. “¡Abran a la policía!”. Silencio. “¡Abran a la policía me cago en la leche puta!”. “Ya va, joder, que voy en tos-les y no es cosa de dar espectáculo de balde”, dijo la Crisanta desde el interior. “¡Abre ya, so puta, o el espectáculo te lo voy a dar a ti en comisaría!”, dijo el de la mierda.
La puerta se abrió y dejó ver un careto ojeroso, con el rímel corrido y greñas en la cara disimuladas por el humo de un bisonte que ardía en la mano derecha de la Crisanta. El quimono, lleno de quemazos en los motivos chinescos, que la Casa Honor prometía como extremadamente sexy, cubría bastante bien las vergüenzas de la mencionada cosa que le permitió adoptar un tono muy digno cuando preguntó “¿y vosotros qué queréis?”. La presencia de las pistolas reglamentarias y el incontestable hecho de que la Crisanta hubiera estado detenida en más de una docena de ocasiones en las que los presentes eran los mismos, salvo los de uniforme, hizo innecesario el trámite de identificación y los funcionarios, no sin darle una colleja a la Crisanta, enfilaron el camino del dormitorio principal (había dos en la casa y verdaderamente ninguno merecía el calificativo) inquiriendo, más para ellos que para la anfitriona, “¿dónde está ese mamón?”. Advertido el que se sabe por la grita, salió de la cama y de su dulce sueño; impelido por una atávica necesidad de autodefensa empuñó la réplica exacta a escala de un fusil de asalto cetme que la Casa Honor le había remitido contra reembolso de dos mil trescientas quince pesetas el viernes anterior. Rápidamente advirtió la ridiculez del acto y arrojó la pieza que enorgullece a todo coleccionista, contra el espejo del tocador de railite, se ajustó los calzoncillos y decidió esconderse debajo de la cama como mejor medida preventiva. La puerta del dormitorio se abrió violentamente y los de uniforme, que venían en vanguardia, enseguida advirtieron que allí no había nadie. “¡Al retrete!”, dijo el de la mierda. Entraron en tropel justo cuando la Crisanta comenzaba a orinar. “¡Fuera de aquí, el que quiera ver que pague!”, dijo la Crisanta. “¿Dónde está el pernales?”, dijo el que había ponderado el origen de la mierda. “¿Tenéis orden judicial?”, repuso la Crisanta. Los de uniforme se miraron perplejos y dirigieron la mirada al que figuraba que era el jefe. “Me cago en la leche, Cardeñosa, ¿llevamos la orden?”, le espetó el de la mierda a su compañero. Dejaron las pistolas bajo la custodia de los de uniforme, la Crisanta tiró de la cadena y empezaron a rebuscarse los bolsillos. Apareció al poco un papel de oficio numerado y debidamente manchado de aceite de una empanadilla que el de la mierda se había apipado hacía una hora. “Aquí está joder”, dijo el que figuraba que era el jefe mientras se la restregaba a la Crisanta por la cara. “¿Y qué ha hecho mi hombre?”, dijo la Crisanta residenciándose las tetas en el sujetador. “A ti qué te importa” y dicho esto giraron en redondo para ver que el que se sabe enfilaba hacia el descansillo. “¡Alto a la policía o te pego dos tiros!”. Caso omiso, tuvieron que correr y ya en el segundo piso, un guardia de uniforme asió una fregona, la alzó con rapidez y la descargó sobre el cogote del fugitivo. Como resultado del golpe, el que se sabe cayó al suelo fulminado y comenzó a sangrar no mucho pero sí seguido. Sobrevino una fuerte discusión, en la que incluso se mentaron madres, entre los policías; terció la Crisanta con una retahíla de asesinatos, denuncias, constituciones y defensores del pueblo. Le cerraron la boca de una hostia y llorando y con el labio partido hizo mutis. Determinaron intentar reanimarlo, como nadie se acordaba de su nombre, le zarandearon gritándole “eh, tú”, pero no volvía en sí. Uno de los de uniforme le tiró medio cubo de agua en la cabeza sin parar mientes en que la infección que podría acarrear aquello sería todavía peor que el propio golpe. A todo esto, el que se sabe con la prisa, solo alcanzó a ponerse un boatiné azul metalizado con un vivo rosa y con eso y en calzoncillos había intentado huir. La situación era sumamente embarazosa y para los agentes de la ley podía resumirse de este modo: el cabrón no volvía en sí y en segundo lugar iba tan indecorosamente vestido que les hubieran tomado por unos pervertidos si lo llegan a sacar a la calle. Los de uniforme partieron al interior de la casa con la encomienda de buscarle ropa decente. La Crisanta, preguntada sobre este extremo, pensó que le iban a amortajar al hombre y cayó al suelo convulsa, pataleando, berreando y evidentemente presa de una intensa crisis nerviosa que le imposibilitaba el habla. Así las cosas, el que se sabe quedó lo más pulcramente vestido que permitían las circunstancias; había dejado de sangrar y se le estaba formando una gruesa costra granate en el pelo del cogote. Este signo lo interpretó el de la mierda como inequívoco de rigor mortis. “La hemos cagao por meter a estos desgraciaos”, se refería el de la mierda a los de uniforme, “en asuntos que no saben”. La discusión ahora fue más agria que la anterior.
Ya se había formado tumulto en la escalera y en la calle.
“Que han matao a uno”, a esta convocatoria acudieron como moscas vecinos y transeúntes. La Rufina, que ya había advertido a su hermano, respiró con alivio al avistar desde una ventana de la escalera que los del tril, tras apostar solamente a dos aguadores, hacían negocio con bastante facilidad.
Aunque a los policías les constaba que ellos no habían sido, alguien -algún mamón- había llamado a una ambulancia y ésta, precedida por dos motoristas de la municipal, se abría paso desde el comienzo de la calle. “Lo que nos faltaba”, dijo el de la mierda al oír el ulular de la sirena.
Se habían hecho cierto lío en una curva de la escalera puesto que un camillero portaba una silla de ruedas que ya desplegaba y otro, entre imprecaciones, le hacía ver la conveniencia de usar parihuelas. A pesar de este debate, subían ambos camilleros empujados, así físicamente por la ATS titulada que agitaba amenazante un botiquín, como verbalmente por el médico que perdió el característico fonendoscopio al apartar a empellones a un sujeto que le espetaba “oiga, un respeto que soy callista”. Subía pues sin tregua este elenco sanitario cuando el que se sabe abrió los ojos, miró a la parroquia y los volvió a cerrar. El que había ponderado la procedencia de la mierda, le preguntó si estaba vivo a lo que asintió sin palabras el que se sabe. “Bien, hijo de puta”, intervino el de la mierda, “tu te has caído por la escalera mientras intentabas huir”. “¡Los cojones!”, gritó el que se sabe, pero el de la mierda repitió la frase y la remachó con un recio capón que hizo sangrar la herida de nuevo. Entre gritos de dolor, el que se sabe asumió como propia la versión del de la mierda que dijo “llévenselo rápido que aún sangra”.
Así finalizó la detención del interfecto aunque, para ser fieles a la verdad, se prolongó durante nueve horas en las puertas de urgencia del hospital y doce más en comisaría. Tras estas veintiuna horas horribles durante las cuales un aroma molestísimo acompañó a Cardeñosa y al que figuraba que era su jefe, y que en realidad no lo era, pasó el que se sabe a disposición judicial. Solo en las dependencias judiciales, debidamente climatizadas, se advirtió que el detenido vestía un pijama de la Seguridad Social que en el hospital habían tenido el detalle de obsequiarle puesto que las ropas que el que se sabe llevaba (un equipaje del Real Betis Balompié salido de un tendedero del patio de luces) estaba totalmente manchado de sangre. La juez, una suplente del todo ajena a los usos judiciales corrientes, dio orden de que el detenido no se moviera de los calabozos hasta que se le proveyera de adecuada indumentaria.
Pasaron las primeras tres horas y el que se sabe evidenció muestras de enfriamiento cada vez más profusas en lo que al goteo nasal y estornudos se refiere. En el juzgado seguía la frenética actividad de hacer la saca de los que marchaban en libertad y los que quedarían presos. Cuando todo esto hubo finalizado, la juez preguntó si el detenido del pijama ya no desentonaba del resto de los compañeros. Solo el policía que hacía de jefe de la fuerza de custodia de detenidos, acertó a argumentar ante su señoría que en realidad desentonar, no había desentonado nunca, dado el concepto que de la elegancia en el vestir tienen en general los manguis y en particular los detenidos, y como en definitiva iba a ingresar en prisión, consideraba que estaba correctamente vestido. Por su señoría, con asesoramiento fiscal, se ponderó muy acertado este razonamiento; zanjaron la cuestión y atacaron, tras despachar al policía, unas lionesas con cava que había traído el funcionario Feliciano Martínez para celebrar su cumpleaños.
De este modo y con el ingreso en prisión para un periodo de dos años, cuatro meses y un día, culminó la detención del que se sabe, que recuperó la calle, en virtud de beneficios y descuentos penitenciarios, a los veintiún meses justos de su entrada.
Se habían hecho cierto lío en una curva de la escalera puesto que un camillero portaba una silla de ruedas que ya desplegaba y otro, entre imprecaciones, le hacía ver la conveniencia de usar parihuelas. A pesar de este debate, subían ambos camilleros empujados, así físicamente por la ATS titulada que agitaba amenazante un botiquín, como verbalmente por el médico que perdió el característico fonendoscopio al apartar a empellones a un sujeto que le espetaba “oiga, un respeto que soy callista”. Subía pues sin tregua este elenco sanitario cuando el que se sabe abrió los ojos, miró a la parroquia y los volvió a cerrar. El que había ponderado la procedencia de la mierda, le preguntó si estaba vivo a lo que asintió sin palabras el que se sabe. “Bien, hijo de puta”, intervino el de la mierda, “tu te has caído por la escalera mientras intentabas huir”. “¡Los cojones!”, gritó el que se sabe, pero el de la mierda repitió la frase y la remachó con un recio capón que hizo sangrar la herida de nuevo. Entre gritos de dolor, el que se sabe asumió como propia la versión del de la mierda que dijo “llévenselo rápido que aún sangra”.
Así finalizó la detención del interfecto aunque, para ser fieles a la verdad, se prolongó durante nueve horas en las puertas de urgencia del hospital y doce más en comisaría. Tras estas veintiuna horas horribles durante las cuales un aroma molestísimo acompañó a Cardeñosa y al que figuraba que era su jefe, y que en realidad no lo era, pasó el que se sabe a disposición judicial. Solo en las dependencias judiciales, debidamente climatizadas, se advirtió que el detenido vestía un pijama de la Seguridad Social que en el hospital habían tenido el detalle de obsequiarle puesto que las ropas que el que se sabe llevaba (un equipaje del Real Betis Balompié salido de un tendedero del patio de luces) estaba totalmente manchado de sangre. La juez, una suplente del todo ajena a los usos judiciales corrientes, dio orden de que el detenido no se moviera de los calabozos hasta que se le proveyera de adecuada indumentaria.
Pasaron las primeras tres horas y el que se sabe evidenció muestras de enfriamiento cada vez más profusas en lo que al goteo nasal y estornudos se refiere. En el juzgado seguía la frenética actividad de hacer la saca de los que marchaban en libertad y los que quedarían presos. Cuando todo esto hubo finalizado, la juez preguntó si el detenido del pijama ya no desentonaba del resto de los compañeros. Solo el policía que hacía de jefe de la fuerza de custodia de detenidos, acertó a argumentar ante su señoría que en realidad desentonar, no había desentonado nunca, dado el concepto que de la elegancia en el vestir tienen en general los manguis y en particular los detenidos, y como en definitiva iba a ingresar en prisión, consideraba que estaba correctamente vestido. Por su señoría, con asesoramiento fiscal, se ponderó muy acertado este razonamiento; zanjaron la cuestión y atacaron, tras despachar al policía, unas lionesas con cava que había traído el funcionario Feliciano Martínez para celebrar su cumpleaños.
De este modo y con el ingreso en prisión para un periodo de dos años, cuatro meses y un día, culminó la detención del que se sabe, que recuperó la calle, en virtud de beneficios y descuentos penitenciarios, a los veintiún meses justos de su entrada.
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