2 mar 2015

Sofisticación

Quizá lo más fascinante de aquellos viajes que hacíamos a Andorra los pringaos que no podíamos comprar diamantes, hacer grandes depósitos bancarios o mercarnos un visón, era encontrar de repente cordilleras de cartones de tabaco de cualquier marca conocida o no, anaqueles llenos de toda suerte de licores con etiquetas tan fabulosas como desconocidas, por no hablar de las caprichosísimas formas de las botellas.

La vista quedaba saturada por ese mosaico abigarrado de ambrosías sin cuento. El lineal de la mantequilla en aquellos templos de la abundancia era tan exuberante que transcurrían horas mientras se contemplaba el barroquismo de tales exquisiteces. 

Pues qué decir de los quesos, lo mismo pero elevado a una potencia notable. Terminada la visión de la quesería, el visitante estaba rendido y dispuesto a comprar lo que fuera con tal de llevarse a casa un pedazo del empíreo en el que levitaba y, por lo común, siempre caían quesos de bola, mantequilla en lata, azúcar a sacos y las aspirinas, que eran mucho mejores que las de aquí.

Los guardias civiles de la frontera se doblaban de risa revisando los maleteros.

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